Un target, dos targets, tres targets


Sí, había más, pero en la mayor parte de los casos solo se trabajaba con tres posibles targets: amas de casa, individuos o niños.

Este era el panorama habitual para la mayoría de las marcas y, en consecuencia, para sus agencias durante el siglo XX. Pocos definían a su público objetivo con criterios que estuvieran al margen de estos tres grupos. Existían, claro está, excepciones geográficas, en función de la distribución del producto o servicio a anunciar, pero poco más. 

Cierto es que, durante muchos años, los planificadores de medios apenas disponían de elementos objetivos lo suficientemente eficaces como para segmentar más. Si acaso, se diferenciaba, en algunos casos, por sexo, pero esta división no era fácil de implementar en algunos medios como, por ejemplo, la televisión, cuyos usuarios en las horas de mayor audiencia eran imposibles de diferenciar.

 

La aparición de instrumentos interactivos en los albores de nuestro siglo, fue permitiendo una progresiva segmentación de las audiencias en función de determinados comportamientos de consumo o, simplemente, de interés.

Pronto se pensó que esta oportunidad que brindaban las nuevas herramientas digitales, en particular las redes sociales, podía convertirse en una ventaja a la hora de afinar en la selección de soportes. Y aquí fue donde comenzó la gran confusión de unos… y el gran negocio de otros.

 

Esta posibilidad de segmentar audiencias ya existía en la segunda mitad del pasado siglo. Y se utilizaba, claro que se utilizaba. Pero siempre fue considerada (porque lo era) una herramienta útil para el marketing directo y para las promociones de ventas. Segmentar era, sin la menor sombra de duda, una actividad interesante para lo que, en esos años, se llamaba below-the-line (expresión hoy arrinconada por la galopante modernidad de quienes, ahora, están convencidos de haber descubierto la comunicación comercial). Había infinidad de listados con datos, accesibles para ello: censos, usuarios de tarjetas de crédito, listas filatélicas, suscriptores, páginas amarillas, etc.

Todos los hemos utilizado, con éxito, en innumerables campañas y acciones comerciales de diversa índole. Es de todo punto absurdo pensar que son un descubrimiento del siglo XXI.

Poco importa que su naturaleza sea digital o analógica, ya que la utilidad de su uso es, hoy, exactamente la misma que lo fue en su momento: incentivar ventas y fidelizar usuarios.

 

El advenimiento de los medios directos digitales multiplica esas posibilidades, en detrimento de otros soportes tradicionales como la publicidad postal o el buzoneo (que, dicho sea de paso, siguen teniendo una extraordinaria eficacia). Pero lo que nunca pueden ser esos medios directos digitales (ya sean redes sociales, marketplaces o buscadores) es un elemento sustitutivo de los verdaderos medios de comunicación de masas (televisión, radio, prensa, revistas, exterior y cine), los cuales mantienen vivas todas sus características sustanciales, con independencia de que se transmitan a través de ondas hertzianas, papel, cable óptico, internet… o cualquier otra tecnología que aparezca en el futuro.

 

Y es que la principal cualidad de un medio de comunicación, para que sea un vehículo eficaz de comunicación publicitaria, es su limitada segmentación. La comunicación comercial segmentada en exceso (deberíamos llamarla hipersegmentada) no es publicidad: es marketing directo. 

Nadie niega la utilidad del marketing directo como complemento auxiliar de la comunicación publicitaria… siempre que se utilice en la proporción adecuada (70/30 ha sido, y sigue siendo, una distribución razonable
del presupuesto de una marca, del que el 70 debe ir a publicidad y el 30 a actividades promocionales). Y conviene que sea así porque, si no respetamos este balance, nuestra marca sufrirá daños irreparables. Entre estos, los principales son la falta de crecimiento, el sensible aumento de su fragilidad en la mente del consumidor –y de la distribución, ya sea esta física o digital– y su depreciación en el mercado.

 

 

Por otro lado, con respecto a la redefinición de los targets (tema, también, del mayor interés para las marcas), no olvidemos que ya ha aparecido en el mercado el nuevo gran target comercial que protagonizará el futuro (y que ya es una realidad poderosa en el presente) del consumo: el target sénior. Aquellas marcas que no incorporen, con carácter prioritario, a este vigoroso grupo de consumidores (son más, tienen más dinero, más tiempo para disfrutarlo y mejor actitud hacia el gasto) a sus planes de medios están condenadas a sufrir mucho, tal vez a desaparecer, incluso.

Este, y no otro, es el gran target del siglo XXI. Y no nos referimos solo al desarrollo de productos o servicios específicos, sino a la inmensa generalidad de los ya existentes, cuya supervivencia pasa porque sus responsables de marketing y sus agencias le otorguen la importancia debida, utilizando para dirigirse a estos consumidores los únicos medios que son eficaces para lograrlo: los auténticos medios publicitarios, no los sucedáneos (como las redes sociales), de todo punto inútiles para impactar con éxito y lograr los objetivos de marketing que toda marca que se precie persigue.
 

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