Malos anunciantes


Entre los anunciantes, como en todos los órdenes de la vida, los hay buenos y malos.

Ahora bien, leyendo el título de este artículo, serán muchos los que se inclinarán por colocar en el grupo de los malos a quienes no destacan por la calidad creativa de su publicidad. Aquellos que utilicen este baremo para hacer su clasificación se equivocan.

 

Un anunciante no es el único responsable de la calidad creativa de su actividad publicitaria. Pero es que, además, la mala calificación de su creatividad (juicio que siempre conlleva fuertes dosis de subjetividad) no es motivo para otorgar esa negativa condición a ninguna empresa. 

Sin embargo, sí existen otros motivos objetivos que nos permiten diferenciar a los buenos anunciantes de los que no lo son.

Y como nos estamos refiriendo a esa concreta y circunstancial actividad de las empresas (no existen los anunciantes ‘natos’, sino firmas que –siendo todas ellas de sectores ajenos al de la publicidad– contratan los servicios y los espacios de terceros para que creen, produzcan, ejecuten y emitan sus mensajes de comunicación comercial), si queremos dictar un juicio procedente nos debemos centrar, en exclusiva, en esa condición, la de anunciantes, evitando incluir en esta evaluación sus otras facetas empresariales o societarias.

 

¿Quién es, entonces, un buen anunciante? 

La respuesta es sencilla: aquel que cumple, de forma escrupulosa, con sus obligaciones y responsabilidades como tal.

 

La primera de sus responsabilidades es la de no abusar de sus proveedores aprovechando una posible situación de dominio, es decir, su posición de ‘cliente’. Respetar a quienes contrata como suministradores de servicios estratégicos, creativos, de producción o de medios, es la principal señal de que, como anunciante, va por buen camino.

Sirva de ejemplo en este apartado inicial (bastante obvio, por cierto) el tema de los concursos. A una compañía que convoca concursos masivos (más de tres participantes ya nos parece ‘masivo’) y no remunerados es imposible catalogarla como ‘buen anunciante’. Aunque sea modélica en todas sus demás actividades.

 

Pero no es esta la única condición.

 

Un buen anunciante no puede financiar a medios que desafían, una y otra vez, la legislación vigente, en particular, cuando esos medios ya han sido denunciados y condenados por prácticas inadecuadas.

Tampoco debe alimentar con su publicidad a quienes obtienen datos personales sin las necesarias garantías y autorizaciones, comerciando con ellos de forma temeraria y poniendo en peligro la privacidad de los ciudadanos.

No es de buen anunciante introducir sus marcas en ciertos entornos, tan poco amigables para la comunicación comercial que promueven entre su audiencia la eliminación de la publicidad.

Aún menos lo es (buen anunciante) el que apoya económicamente a quienes tributan fuera de nuestro país.

Y, desde luego, no pueden estar considerados en el grupo de los buenos aquellos anunciantes que, mientras alardean de su compromiso con la sostenibilidad y el medio ambiente, dedican una parte sustancial de su presupuesto de marketing a enriquecer a esas plataformas que, desde su posición de privilegio económico, no tienen reparos para ser causantes de una huella de carbono de proporciones inimaginables.

 

Todos estos sí que son malos anunciantes. Con independencia de la calidad creativa de sus campañas.

Afortunadamente, ya están empezando a surgir iniciativas, a nivel global, regional y local, para vigilar de cerca y dar a conocer a la opinión pública el grado de responsabilidad de unos y otros. Y esa ‘opinión pública’, señores anunciantes, está formada, precisamente, por sus consumidores. Piénsenlo bien.

 

Los beneficios de ser un buen anunciante son casi infinitos. Entre otras cosas, porque los malos nunca ganan.

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